sábado, 20 de diciembre de 2008

Extracto del libro TODOS POR LA MAR (Ministerio de Medio Ambiente, Spain). Autor del texto: F.L.Mirones.



El bramido estremecedor de un cuerno suena tras la bruma en el amanecer blanco de este pequeño pueblo de la costa de Alborán. Demasiado cerca del Estrecho de Gibraltar como para estar a salvo de los Diablos de la Niebla. Ese sonido hiela la sangre de los pescadores, provocando su huída inmediata hacia el interior y el abandono de sus redes sobre el empedrado; ahora lo único importante es salvar la vida. Cuando las cabezas de dragón se asomen tras la nube caída será demasiado tarde ya, dicen los pocos supervivientes de otras incursiones que el que ve a las naves de los vikingos está condenado. Sólo ellos sabían navegar sin horizonte, tras el manto del miedo.

Escenas como ésta han forjado la historia de los puertos del Mar de Alborán durante milenios. Las ensenadas protegidas, los refugios de la marejada, siempre fueron lugares peligrosos para asentarse. Por eso la gente llevaba a sus familias a vivir tierra adentro, relativamente a salvo de los constantes ataques de piratas e invasores.

Los puertos de esta parte del mundo eran puertas abiertas a la muerte, pero también a la vida. De ellos procedía la pesca, el comercio y la aventura. No hay leyenda ni pesadilla en el Mediterráneo que no comience en uno de ellos.

Y tampoco hubo ni habrá nunca puerto sin taberna, ni taberna sin secretos. El descanso del navegante, el primer trago con el suelo quieto en meses. El marinero no parará de beber hasta conseguir que el piso vuelva a moverse, sólo así se sentirá de nuevo como en su barco, solo así regresará a bordo de su caballo de madera.

Los Hombres Rojos, los fenicios, que procedían de las lejanas costas de Palestina sabían reconocer como nadie un buen lugar para atracar sus naves. Si existía previamente a su llegada, entraban pacíficamente para comerciar con los pueblos indígenas, y si no, lo construían ellos mismos, dejando allí tras su marcha a dos o tres de los suyos a modo de agregados comerciales con el fin de aprender el idioma local y estrechar los vínculos con la población. Esta estrategia pacífica e inteligente, junto con sus inigualados conocimientos de navegación, les hicieron los amos de estas costas durante muchos siglos.

Los puertos mas importantes no tardaron en convertirse también en santuarios, en templos consagrados a los dioses protectores de los navegantes. Las divinidades femeninas Tanit y Astarté, o el dios Melqart posteriormente llamado Hércules por griegos y romanos.

Pero los herederos de los fenicios, los cartagineses, alcanzaron tal dominio del mar, que despertaron los recelos del emergente imperio romano, que no descansó hasta derrotarlos a finales del siglo III antes de Cristo.

Los romanos, inteligentes gestores, conservaron los puertos fenicios e incluso mejoraron considerablemente su comunicación por tierra a través de una red de calzadas que llegaba desde Cádiz hasta la misma Roma. Muchos de aquellos carros iban cargados de ánforas de barro con un tesoro en su interior: la carne en salmuera de los atunes gigantes de las costas de Hispania.

Uno solo de estos colosos de carne roja y sabrosa puede alimentar a cien hombres durante casi un mes. Un recurso de este calibre no podía pasar inadvertido para los hombres y mujeres que poblaron estas costas desde los comienzos de la Historia. Conocer los secretos de los atunes rojos, los lugares apropiados para atraparlos, en qué poca del año aparecen y cómo conservar su carne, se convirtió en el secreto que podía levantar o hundir imperios.

Entre un puerto y otro, por toda la costa del Mar de Alborán, pueden verse aún las almenaras, torreones de piedra casi tan antiguos como las olas alineados en puntos estratégicos de tal forma que desde uno puede verse el siguiente. Haces de leña estaban siempre dispuestos en lo mas alto de ellos, de tal modo que cuando uno de los torreros los veía prendía fuego en lo alto. Las hogueras se iban encendiendo en una torre tras otra llevando la información a kilómetros de distancia en unos minutos. Pero ¿qué había visto el primer oteador que fuera tan importante? Unos dicen que las hordas de atunes gigantes que ya estaban entrando, otros aseguran que los piratas mauritanos o nórdicos. Si eran atunes había que salir del pueblo al puerto para preparar los artes de pesca, si eran otra vez los monstruos del Norte solo había una cosa que hacer: rezar para que pasaran de largo.

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