jueves, 4 de diciembre de 2008

CRÓNICAS DE PATAGONIA


Sentados al borde del mundo esperábamos a las ballenas. Aquí, en la entrada atlántica del Estrecho de Magallanes el cielo gira a diferente velocidad que la tierra; si, seguramente es eso, aunque solemos llamarle viento. Punta Dungeness es un lugar en el que se puede masticar la magia, un paisaje donde algo te invita constantemente a mirar hacia atrás, como si alguien te observara, como si presencias ancestrales echaran su aliento en tu nuca. Somos cazadores de rumores, olfateamos el horizonte en busca de un chorro blanco o de una aleta negra, pero también escuchamos a la gente, oímos sus exageraciones, asentimos a sus mentiras, rascamos en sus silencios en busca del dato escondido tras la elocuencia. Pero la estepa de Patagonia se presta a la fantasía y lo sabemos, esta es tierra de leyendas, el peor enemigo de un científico, ¿o tal vez no?.

José está borracho de olas; lleva tantas horas observando el mar que si le llamas y te mira parece ver a tu través, sus ojos ya no pueden fijarse en algo tan cercano. Hemos visto lobos marinos, pingüinos de Magallanes y tantas aves veleras que apenas podemos recordar sus nombres. Hemos bailado por el frío sobre las piedras de la playa gélida, hemos simulado combates de boxeo para combatir la rigidez de brazos y piernas, e incluso practicamos Tai-chi. Pero ellas no aparecen. Es nuestro primer día, aún tenemos esperanza porque estaremos dos jornadas más. En el Instituto de la Patagonia, en Punta Arenas, el biólogo Jorge Gibbons de la Universidad de Magallanes nos ha enviado a este rincón perdido para buscar un fantasma. Somos pioneros, la incertidumbre es tan grande como la pampa. Alguien creyó ver aquí ballenas francas hace poco, en pleno invierno austral, y ello constituye un dato inexplicable en principio. No es el lugar y menos la época. Alguien tiene que investigarlo, y el cetólogo chileno José Zamorano me invitó a acompañarle en esta aventura por la que atravesé trece mil kilómetros desde España. Antes, en Santiago de Chile, Miguel Iñíguez nos dijo algo que no nos quitamos de la mente. Hace unos meses vio un grupo de orcas aquí mismo que bajaban costeando desde Argentina hacia el sur. Para nosotros la palabra orca es la puerta de un vórtice mental preocupante cuyo efecto aún no somos capaces de medir. Solo sé que reconozco cuando a alguien le pasa lo mismo. Un destello en el iris, una mirada de predador, la alteración del pulso … apenas podemos disimularlo. Lo tiene Iñíguez, y otros a los que conocemos, pero nunca hablamos de ello abiertamente: simplemente nos reconocemos entre nosotros.

No sé si es el viento o el frío que me hace pensar cosas raras, la Tierra del Fuego enfrente o la costa salvaje, pero sigo con la sensación de que no estamos solos.

Patagonia es casi un lugar imaginario, la cuna de la aventura, el sitio al que todos quieren llegar algún día. Estar aquí es un honor insultante, por eso irse sin aportar nada no es una opción. Los prismáticos suben ilusionados con cada sombra del mar, y bajan a cada decepción. Cinco horas más tarde oímos un vehículo que se acerca. Casi agradecemos la excusa de reconocer algo que es cierto. De él se baja un hombre uniformado de azul, parece de la Armada Chilena, pero su sonrisa es la que tenía reservada probablemente para alguien más importante que nosotros. Nos saluda, y cuando teníamos preparadas mil explicaciones para nuestra sospechosa actitud en la frontera no poco conflictiva de dos países, simplemente nos dice:

- Si quieren pueden almorzar con nosotros, allá en el faro.

El sargento Óscar Arancibia, su esposa Priscilla y sus dos pequeños hijos nos recibieron en su hogar luminoso dentro del faro de Punta Dungeness como si fuera Noche Buena. José y yo no dábamos crédito a tanta y repentina amabilidad. No sabía que tenía tanta hambre hasta que la sopa caliente de Priscilla bajó hasta mi estómago aterido, y el vino espeso de Óscar nos devolvió el rubor en las mejillas. Había leído sobre la soledad de los pobladores de los faros, y era evidentemente cierto. En unos minutos éramos una familia feliz, como si nos hubiéramos criado juntos. Pero yo no podía dejar de mirar por la ventana, tener el mar fuera de mi vista se me hacía insoportable. Miré a José y a él le pasaba lo mismo, no hacía falta que me dijera nada. La sola idea de que las francas o las orcas pudieran pasar mientras no estábamos nos inquietaba sobremanera. Pero era tal el calor de la familia Arancibia que nos sentíamos incapaces de decepcionarles. A los postres, en una de mis furtivas miradas hacia la pampa amarilla encendida por el atardecer austral, le vi por primera vez. Esa imagen no va a olvidárseme nunca. Un hombre se acercaba al faro por un camino que se perdía en el horizonte con una bolsita en una mano. Andaba como si el mundo fuera suyo, con la autoridad que dan los años, con la majestad del que nada tiene.

- Es el Viejito. - dijo Arancibia – Suele venir a estas horas.

- ¿El viejito? – pregunté.

- Si. – prosiguió – Un ermitaño, vive desde hace unos cuarenta años en una choza junto a la playa, solo, sin agua y sin luz, y eso que tiene más de 80 años de edad. Los sucesivos habitantes del Faro siempre le protegemos. Una comida caliente, algo de ropa y la televisión; le encanta sentarse un rato a ver cualquier cosa …

- ¿Un rato? – exclamó molesta Priscilla – ¡a veces no hay quien le eche!.

- … es su único contacto con el mundo civilizado – añadió Óscar con cariño. - Yo lo aprecio mucho.

Cuando Clodomiro Asensio entró en la habitación caldeada desde el frío exterior con los zapatos llenos de barro, apenas se sorprendió al vernos. Saludó cortésmente y se sentó en la mesa para empezar la sopa que ya Priscilla le estaba sirviendo sin levantar la vista de ella. Solo un momento alzó los ojos y me miró fijamente como lo haría un viejo lobo al que ya no puedes engañar. Solo un momento, pero yo era menos interesante que esa sopa caliente.

Encontramos una excusa para volver a la playa, pero esa tarde tampoco vimos ballena alguna.

De regreso, tres horas de camino oscuro hasta Posesión, donde conseguimos cenar algo y alojarnos en un poblado de trabajadores petrolíferos de la empresa ENAP. Agotamiento tiene demasiadas letras como para decirlo. (continuará).

3 comentarios:

Nano dijo...

Espero que no tarde mucho el siguiente capítulo. ¡Como escribes bribón!

FERNANDO LÓPEZ-MIRONES dijo...

Gracias amigo.

david dijo...

Sinceramente me conmovio. Yo fui uno de los habitantes del faro junto a mi familia ya que mi padre fue marino y tuve la oportunidad de conocer a Don Clodomiro, buen hombre lector, fue ahi donde el me regalo mis primeros libros a mis 9 años de edad, libros que aun tengo guardados como reliquia. Como no olvidar cuando se asomaba una mancha a lo lejos y que venia con su carretilla, la dejaba afuera y entraba con sus robalos. Mas tarde se instalaba frente al televisor y podia pasar horas y horas sin que nadie lo pudiera mover de ahi.