Wyoming. En la foto equipo de rodaje en Yellowstone cuando ocurrieron los hechos del relato.
Sept. 2000.
LOS OJOS DEL LOBO.
Copyright Fernando López-Mirones.
El aire de Lamar es dulce porque el río pasa despacio sobre las piedras, acariciándolas apenas, permitiendo que ese aroma húmedo que noto impregne al viento. Ellos están aquí, y venimos a buscarlos. La gran manada mató ayer junto al límite del bosque, por eso hoy deberían seguir cerca, ahítos de carne fresca, contentos y juntos.
Los bisontes que pastan junto a nosotros ni siquiera nos miran, sus testas enormes no temen a nada. Son la esencia misma de la nobleza y les importa muy poco nuestra presencia.
Un lobo negro, muy grande, es el líder de la gran manada de Druid Peak. Campea junto a mas de una decena de sus hijos crecidos, y sus dos hembras dominantes. Una hembra más completa esta familia cazadora.
Caminamos atravesando los pastos rubios del valle abierto en cuyo centro brilla el río. A los lados, líneas de abetos lejanos oscurecen las laderas suaves hasta llegar a las altas mesetas que flanquean el conjunto.
En el suelo, huellas de lobo entre los trozos de la madera fosilizada de bosques arcaicos; en el suelo, heces de lobo con trozos de los huesos destrozados de alguna de sus víctimas.
De pronto un coro terrible hiela la sangre, la nuestra y la de cualquier mamífero de un tamaño comprendido entre el ratón y el bisonte. El aire ya no es tan dulce, se atraganta y pica; hasta las hojas dejan de chasquear cuando veintidós lobos aúllan a la vez. El primer impulso es quedarse quieto, inmóvil, tratando de desaparecer de la escena por fusión. Pero pronto algo te recuerda que estás ahí, con ellos, junto a ellos, tal vez más cerca de lo que desearías.
Un escalofrío ancestral recorre tu espinazo: ¿quién es hoy el cazador y quién la presa?
El sol se ha ido casi del todo haciendo que la más pequeña mata proyecte mas sombra de la que merece su porte. Entonces, cuando todo se vuelve gris, cuando es difícil reconocer el paisaje desdibujado, es cuando los perros negros de Lamar se sienten a gusto, es la hora del lobo.
-¡Corre!,¡está corriendo¡... ¡está corriendo... hacia aquí!. - Con la boca abierta, las orejas erectas y la lengua balanceándose a un lado y a otro como un trozo de carne muerta, un enorme lobo gris galopa con la mirada fija en mí.
Al momento, una docena de manchones negros suben y bajan entre las artemisas, no hay duda, más de veinte individuos siguen al primero.
Sin mover un músculo vemos como la jauría se acerca, por un momento nos sentimos como el alce viejo, como el bisonte herido, igual que el wapití que sabe lo que le espera.
Repentinamente el lobo grande frena en seco y se queda mirándonos fijamente con las orejas muy rectas; mueve su cabezota levemente de un lado a otro tratando de apreciarnos mejor. Los de atrás imitan cada movimiento de la vieja hembra que es madre de varios de ellos. Ella huele el aire y mira hacia su derecha.
A unos doscientos metros cincuenta y cinco kilos de lobo negro destacan incluso en la penumbra del ocaso. El líder es todo sombra salvo sus ojos, dos agujeros rasgados y amarillos, dos trozos de furia rodeados de las cicatrices de mil lances victoriosos.
Tiene cinco años de edad, y los biólogos de Yellowstone le llaman “21”. Su madre fue la célebre loba “número 10”, que llegó junto con otros ejemplares en camión desde Canadá en 1985 para ser reintroducidos en este Parque Nacional. De la madre de 21 se cuentan muchas historias. Al parecer fundó dos manadas y trajo al mundo a más de veinte cachorros durante esos años.
Aprendió a matar a los enormes bisontes y enseñó a sus hijos a elegir a los heridos y viejos, a seguirlos durante días a través de los páramos helados para acabar mojando sus caras en la sangre tibia del coloso recién abatido.
”21” aprendió con ella a apreciar el sabor amargo del enorme hígado humeante, y la jugosa lengua que sale de una pieza cuando se sabe cómo tirar de ella adecuadamente.
“Número 10” era una loba completamente negra cuando la soltaron en el Valle de Lamar. Seis años más tarde los ranger de la estación de Mammoth no daban crédito a sus ojos cuando vieron a una vieja loba cana acercarse a ellos caminando entre los géiseres humeantes en una mañana helada de enero. A corta distancia de los primeros edificios, pero aún con sus patas sobre tierra salvaje, la loba comenzó a aullar. Así estuvo todo el día, y toda la noche siguiente ... bueno, toda no. Al amanecer los ranger vieron su corpachón muerto tendido sobre la nieve. Al acercarse comprobaron atónitos que aquella loba de actitud extraña era “número 10”, que había cambiado completamente de color.
Para entonces la vieja pionera había llenado Yellowstone de fornidos lobos de color noche, todos fuertes, todos grandes, todos hijos suyos.
“21” es uno de ellos, y cuando su hembra dominante le mira así, sabe que ella está esperando su decisión acerca de nosotros. Pero su madre le enseñó a evitar a los monos erguidos que les miran por tubos de cristal. Son inofensivos casi siempre, pero no se comen y traen problemas; de modo que “21” se levanta, gira en redondo, y trota en dirección contraria encarando al viento. De inmediato su hembra repite la maniobra seguida de la manada.
Mientras se alejaban de nosotros, “21” paró un momento y nos miró volteando solo su cabeza. Por un instante volvimos a sentir ese escalofrío, esa sensación eléctrica que tienen cuántos miran de frente a sus ojos de diablo, lo último que ven sus presas antes de que su horizonte se tiña de rojo.
F.L.M.
Sept. 2000.
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